Artículo elaborado por Manuel Antonio Mora García, Delegado Territorial AEMET en Castilla y León

Se cumplen 75 años de la publicación de El camino, la tercera novela de Miguel Delibes. En esta segunda parte, analizamos las referencias de la novela a la meteorología y el clima, en orden de aparición.
Referencias al tiempo y al clima en El camino.
Para el siguiente estudio hemos empleado la obra publicada por Ediciones Destino, en la Colección Destinolibro (Volumen 100. Quinta edición. Marzo 1984). Hemos recogido las referencias meteorológicas que aparecen en la novela, en orden de aparición.
Como reconoce el autor, las vivencias personales fueron fuente de inspiración para escribir El camino, no solo para caracterizar a algunos personajes, también para reflejar el paisaje y el clima del valle de Iguña.
Las primeras referencias a fenómenos meteorológicos como la lluvia, un ciclón o tronar, aparecen en sentido figurado:
«Por el hueco de la escalera se desgranaban sus frases engoladas como una lluvia lúgubre y sombría». (Capítulo II, pág. 18)
«Daniel, el Mochuelo, pensaba que el día que Paco, el herrero, se irritase no quedaría en el pueblo piedra sobre piedra; lo arrasaría todo como un ciclón». (Capítulo II, pág. 22)
«Por mucho que tronase no podría olvidar nunca el día de la Virgen, aquel año en que Tomás se puso muy enfermo y no pudo llevar las andas de la imagen». (Capítulo II, pág. 24)
Delibes sintetiza el paisaje castellano con cuatro palabras: «parda y reseca llanura»:
«…el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que lo vitalizaba al mismo tiempo que lo maleaba: la vía férrea y la carretera. Ambas vías atravesaban el valle de sur a norte, provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura azul del mar. Constituían, pues, el enlace de dos inmensos mundos contrapuestos». (Capítulo III, pág. 26)
De forma ingeniosa describe el penacho de humo que emite una locomotora («colgado de la atmósfera») y refiere una peculiaridad de las praderas cántabras: «hiriente uniformidad vegetal».
«En ocasiones se divisaban dos y tres trenes simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de la atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad vegetal de la pradera». (Capítulo III, pág. 27)
En el siguiente pasaje Delibes retrata la transformación del paisaje montañés a lo largo del año, en función del tiempo y el clima. El tiempo se define como las condiciones atmosféricas en un instante determinado, mientras que el clima es el conjunto de variables meteorológicas promediadas a lo largo de un periodo de tiempo suficientemente largo (habitualmente treinta años), y por tanto es algo invariable y característico de una región en periodos decenales. Sin embargo, cada año particular puede presentar anomalías positivas o negativas respecto a esos valores medios que, lo caracterizan como frío o cálido en cuanto al carácter térmico; o seco o húmedo respecto al carácter pluviométrico.
«A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros». (Capítulo III, pág. 27)
Las variables meteorológicas, como el viento, la temperatura, la precipitación y la humedad, modulan y matizan los olores del campo.
«Los trenes pitaban en las estaciones diseminadas y sus silbidos rasgaban la atmósfera como cuchilladas. La tierra exhalaba un agradable vaho a humedad y a excremento de vaca. También olía, con más o menos fuerza, la hierba según el estado del cielo o la frecuencia de las lluvias». (Capítulo III, pág. 30).
El verano en los valles cántabros, aunque con temperaturas suaves, no se halla exento de episodios de calor (en promedio 86 días al año superan o igualan 25 ºC de máxima).
«El murmullo oscuro de las aguas se remansaba, veinte metros más abajo, en la Poza del Inglés, donde ellos se bañaban en las tardes calurosas del estío». (Capítulo III, págs. 30-31)
En esta cita, en referencia a tres personajes de la novela, Delibes menciona condiciones meteorológicas adversas:
«Allí caminaban, tiesas y erguidas, las tres, hiciera frío, lloviera o tronase». (Capítulo V, pág. 44)
Durante el invierno en los valles de Cantabria, son frecuentes los episodios lluviosos, con cielos cubiertos de nubes densas que reducen la luminosidad. Delibes, haciendo uso de un léxico exquisito, emplea el término “fosco”, que significa “oscuridad de la atmósfera”.
«Un invierno, la del medio, Elena, murió. Se apagó una mañana fosca y lluviosa de diciembre». (Capítulo V, pág. 45)
En esta cita, Delibes recurre a una comparanza con términos de meteorología marítima, “mar encrespada”:
«Irene, la Guindilla menor, adoptó una actitud levantisca, de mar encrespada». (Capítulo V, pág. 48)
Las diminutas gotitas de nube, inicialmente esféricas debido a la tensión superficial, permanecen suspendidas en la nube en continua transformación. En condiciones adecuadas, se agrupan para formar gotas de lluvia multiplicando su tamaño y, al incrementar su peso caen hacia la superficie terrestre. Durante el descenso, debido al rozamiento, se deforman y se fragmentan perdiendo su forma esférica inicial. La creencia popular, sin embargo, considera las gotas de lluvia como esféricas o elongadas verticalmente.

«Seguidamente se limpió una lágrima, redonda y apretada como un goterón de lluvia». (Capítulo V, pág. 48).
En el siguiente pasaje se menciona la llovizna, hidrometeoro que ocurre con frecuencia en los valles cántabros. También se hace referencia al comportamiento de las aves que, al igual que otros animales vertebrados e insectos, son sensibles a los cambios atmosféricos; incluso la meteorología popular considera ciertas conductas como precursoras de cambios atmosféricos a corto plazo. Igualmente algunas personas presentan esa sensibilidad a los cambios de la presión atmosférica y la humedad en las articulaciones.
«—Venid conmigo al prado del Indiano. Está lloviznando y los tordos saldrán a picotear las boñigas.
Germán, el Tiñoso, distinguía como nadie a las aves por la violencia o los espasmos del vuelo o por la manera de gorjear; adivinaba sus instintos; conocía, con detalle, sus costumbres; presentía la influencia de los cambios atmosféricos en ellas y se diría que, de haberlo deseado, hubiera aprendido a volar». (Capítulo VI, pág. 56)
«—Alguna vez me duele el pie cuando va a llover. La oreja no me duele nunca —dijo». (Capítulo VI, pág. 57)
Durante el verano, con tiempo estable, en las horas centrales del día se alcanzan temperaturas elevadas. Ocurre especialmente durante la canícula o “periodo del año en que suele hacer más calor”, que abarca del 15 de julio al 15 de agosto, aunque debido al cambio climático cada vez es más frecuente que se produzcan episodios de temperaturas elevadas u olas de calor fuera de este periodo.
«Germán, el Tiñoso, sabía que los tordos, los mirlos y los malvises, al fin y al cabo de la misma familia, aguardaban mejor que en otra parte en las zarzamoras y los bardales, a las horas de calor. Para matarlos en los árboles o en la vía, cogiéndolos aún adormilados, era preciso madrugar. Por eso preferían buscarlos en plena canícula, cuando los animalitos sesteaban perezosamente entre la maleza. El tiro era, así, más corto, el blanco más reposado y, consiguientemente, la pieza resultaba más segura». (Capítulo VII, pág. 61)
«En las tardes calurosas de verano, los tres amigos se bañaban en la Poza del Inglés. Constituía un placer inigualable sentir la piel en contacto directo con las aguas, refrescándose». (Capítulo VII, pág. 63)
En los valles, con tiempo estable, suele predominar el régimen de brisas; vientos en general flojos provocados por las diferencias térmicas entre las laderas y el fondo del valle. Delibes, con su distinguido vocabulario refiere un vientecillo “ahilado”, que significa “suave y continuo”.
«Acababan de chapuzarse y un vientecillo ahilado les secaba el cuerpo a fríos lengüetazos. Con todo, flotaba un calor excesivo y pegajoso en el ambiente». (Capítulo VII, pág. 65)
«En torno había un silencio que sólo quebraban el cristalino chapaleo de los rápidos del río y el suave roce del viento contra el follaje». (Capítulo VII, pág. 67)
La lluvia ocurre con asiduidad en los valles cántabros, por lo que el suelo se satura de humedad con facilidad, quedando los caminos encharcados.
«Había llovido durante el día y la Guindilla, al subir la varga, camino del pueblo, no se preocupaba de sortear los baches, antes bien parecía encontrar algún raro consuelo en la inmersión repetida de sus piececitos en los charcos y el fango de la carretera». (Capítulo VIII, pág. 71)
La ironía de Delibes aflora en esta cita de carácter meteorológico, en boca de uno de los personajes:
«La Guindilla mayor agarró el cubo donde desaguaba el lavabo, entreabrió la ventana y vertió su contenido sobre la cara de Paco, el herrero, que en ese momento iniciaba un nuevo vítor:
—¡Vivan las… !
El remojón le cortó la frase. El borracho miró al cielo con gesto estúpido, extendió sus manazas poniéndose en cruz y murmuró para sí, al tiempo que avanzaba tambaleándose carretera adelante:
—Vaya, Paco, a casita. Ya está diluviando otra vez». (Capítulo VIII, pág. 79)
Los cielos nubosos o cubiertos son recurrentes en los valles cántabros, pero también hay días espléndidos, con cielos despejados, en los que contemplar la bóveda celeste durante la noche es un espectáculo asombroso.
«Avanzaban cautelosamente, moviéndose entre las sombras del jardín, bajo un cielo alto, tachonado de estrellas diminutas». (Capítulo IX, pág. 87)
Delibes emplea símiles o comparanzas meteorológicas en estas citas:
«Las palpitaciones del corazón del Mochuelo se aceleraron cuando el Moñigo comenzó a zarandear las ramas con toda su enorme fuerza y los frutos maduros golpeaban la hierba con un repiqueteo ininterrumpido de granizada». (Capítulo IX, pág. 88)
«Lo malo era que el Moñigo entendía que el valor de un hombre puede cambiar de la noche a la mañana, como la lluvia o el viento». (Capítulo X, pág. 92)
En el siguiente pasaje Delibes describe de forma sublime el clima del valle de Iguña, que resume de la siguiente forma: «Era, el suyo, un valle de precipitaciones, húmedo y triste, melancólico, y su languidez y apatía características desaparecían con el sol y con los horizontes dilatados y azules». Refiere el régimen de precipitaciones habitual del valle de Iguña, con «días de lluvia frecuentes», en concreto «tres de cada cinco», citando un fenómeno natural que ocurre cada cierto tiempo, las sequías, que provocan el agostamiento de los prados. En la serie anual del periodo 1960-2024 de la estación colaboradora de AEMET de Molledo-Portolín (sólo se consideran años completos), el número de días anual de lluvia oscila en torno a 100 y 170 días, bastante inferior a 219 días (tres de cada cinco días), alternando años con mayor número de días lluviosos con otros con menor número de días lluviosos, observándose una tendencia al alza en los últimos 65 años. El valor medio reconstruido empleado para la climatología 1971-2000 es de 145 días.

En el siguiente pasaje Delibes nos describe de forma excelsa la transformación que experimenta el paisaje cuando llueve. Como consecuencia de la lluvia, el aire adquiere humedad y resulta menos denso que el aire seco, por lo que el sonido se atenúa menos con la distancia, como acertadamente refiere Delibes. También menciona las tormentas, electrometeoro frecuente en los valles cántabros, en torno a 17-20 días anuales. Las tormentas en ocasiones son recurrentes, en episodios de dos o tres días consecutivos.
También alude a las almadreñas o madreñas, especie de zueco tradicional en el que se introducen los pies para proteger el calzado del barro; y las nevadas navideñas, cada vez menos frecuentes, como podemos observar en este gráfico de días de nieve anual de la estación de Molledo (datos incompletos), destacando algunos años en que no ha nevado.

«Desde este punto de vista, suponían una paz inusitada los días de lluvia, que en el valle eran frecuentes, por más que según los disconformes todo andaba patas arriba desde hacía unos años y hasta los pastos se perdían ahora —lo que no había acaecido nunca— por falta de agua. Daniel, el Mochuelo, ignoraba cuánto podía llover antes en el valle; lo que sí aseguraba es que ahora llovía mucho; puestos a precisar, tres días de cada cinco, lo que no estaba mal.
Si llovía, el valle transformaba ostensiblemente su fisonomía. Las montañas asumían unos tonos sombríos y opacos, desleídos entre la bruma, mientras los prados restallaban en una reluciente y verde y casi dolorosa estridencia. El jadeo de los trenes se oía a mayor distancia y las montañas se peloteaban con sus silbidos hasta que éstos desaparecían, diluyéndose en ecos cada vez más lejanos, para terminar en una resonancia tenue e imperceptible. A veces, las nubes se agarraban a las montañas y las crestas de éstas emergían como islotes solitarios en un revuelto y caótico océano gris».
«En el verano, las tormentas no acertaban a escapar del cerco de los montes y, en ocasiones, no cesaba de tronar en tres días consecutivos».
«Pero el pueblo ya estaba preparado para estos accesos. Con las primeras gotas salían a relucir las almadreñas y su cluac-cluac, rítmico y monótono, se escuchaba a toda hora en todo el valle, mientras persistía el temporal. A juicio de Daniel, el Mochuelo, era en estos días, o durante las grandes nevadas de Navidad, cuando el valle encontraba su adecuada fisonomía. Era, el suyo, un valle de precipitaciones, húmedo y triste, melancólico, y su languidez y apatía características desaparecían con el sol y con los horizontes dilatados y azules.
Para los tres amigos, los días de lluvia encerraban un encanto preciso y peculiar. Era el momento de los proyectos, de los recuerdos y de las recapacitaciones. No creaban, rumiaban; no accionaban, asimilaban. La charla, a media voz, en el pajar del Mochuelo, tenía la virtud de evocar, en éste, los dulces días invernales, junto al hogar, cuando su padre le contaba la historia del profeta Daniel o su madre se reía porque él pensaba que las vacas lecheras tenían que llevar cántaros». (Capítulo X, págs. 93-94)
En estas citas nos describe una tarde lluviosa de verano, probablemente tras una tormenta.
«Ocurrió una tarde de verano, mientras la lluvia tamborileaba en el tejado de pizarra de la quesería y el valle se difuminaba bajo un cielo pesado, monótono y gris». (Capítulo X, pág. 94)
»Y el ventanuco iba oscureciéndose y el valle se tornaba macilento y triste, y ellos seguían discutiendo sin advertir que se hacía de noche y que sobre el tejado de pizarra repiqueteaba aún la lluvia y que el tranvía interprovincial subía ya afanosamente vía arriba, soltando, de vez en cuando, blancos y espumosos borbotones de humo, y Daniel, el Mochuelo, se compungía pensando que él necesitaba una cicatriz y no la tenía, y, si la tuviera, quizá podría dilucidar la cuestión sobre si las cicatrices sabían saladas por causa del sudor, como afirmaba el Tiñoso, o por causa del hierro, como decían el Moñigo y Lucas, el Mutilado». (Capítulo X, pág. 101)
Delibes emplea una prosa con vocabulario sencillo, pero también utiliza léxico poético, como cuando recurre al término «esplendente», que significa «resplandeciente», o adjetivos poco habituales, como “fosca”.
«Pero Quino, el Manco, saltó por encima de todo y una mañana esplendente de primavera se presentó a la puerta de la iglesia embutido en un traje de paño azul y con un pañuelo blanco anudado al cuello». (Capítulo XI, págs. 104-105)
—Claro que esto no sucedió aquí. Sucedía en Vizcaya hace quince años. No está lejos Vizcaya, ¿sabéis? Más allá de estos montes —y señalaba la cumbre fosca, empenachada de bruma, del Pico Rando—». (Capítulo XI, pág. 111)
De nuevo Delibes hace referencia al clima del valle en estas citas:
«El tío Aurelio, el hermano de su madre, les escribió desde Extremadura. El tío Aurelio se marchó a Extremadura porque tenía asma y le sentaba mal el clima del valle, húmedo y próximo al mar. En Extremadura, el clima era más seco y el tío Aurelio marchaba mejor». (Capítulo XII, pág. 117)
«…Mas, a pesar de las compresas y los vapores de eucaliptos, el tío Aurelio sólo cesaba de meter ruido al respirar en el verano, durante la quincena más seca». Capítulo XII, pág. 117)
Nos habla del rocío y de un fenómeno habitual en los valles, el «mar de nubes», nombre con el que se conoce a las nieblas o estratos bajos que cubren un valle cuando se observa desde una ladera a mayor altitud.
«Con el alba salieron. Los helechos, a los bordes del sendero, brillaban de rocío y en la punta de las hierbas se formaban gotitas microscópicas que parecían de mercurio. Al iniciar la pendiente del Pico Rando, el sol asomaba tras la montaña y una bruma pesada y blanca se adhería ávidamente al fondo del valle». (Capítulo XII, pág. 122)

En estas citas emplea términos meteorológicos en sentido figurado:
«Si la Mica se ausentaba del pueblo, el valle se ensombrecía a los ojos de Daniel, el Mochuelo, y parecía que el cielo y la tierra se tornasen yermos, amedrentadores y grises». (Capítulo XIII, pág. 129)
«En una palabra, como si para el valle no hubiera ya en el mundo otro sol que los ojos de la Mica y otra brisa que el viento de sus palabras». (Capítulo XIII, pág. 130)
Delibes hace referencia a las creencias populares, en este caso a las consecuencias de la exposición del rostro femenino a la temperie. Si bien tomar el sol sin protección adecuada provoca el envejecimiento de la piel e incluso cáncer, el agua es inocua e hidrata la piel.
«—La Josefa, la que se suicidó por el Manco, era gorda, pero por lo que dicen mi padre y la Sara también tenía cutis. En las capitales hay muchas mujeres que lo tienen. En los pueblos, no, porque el sol les quema el pellejo o el agua se lo arruga». (Capítulo XIII, págs. 132-133)
En los valles, durante la canícula, el calor puede ser asfixiante:
«Él subía la varga agobiado por el sol de agosto, mientras flotaban en la mañana del valle los tañidos apresurados del último toque de la misa. (Capítulo XIII, pág. 135)
—Es tarde y hace calor. ¿Quieres subir?» (Capítulo XIII, pág. 136)
La nubosidad es abundante en los valles cántabros, pero también hay momentos en los que luce el sol:
«Mas tampoco ellos eran culpables de que la Guindilla mayor sintiera aquel afecto entrañable y desordenado por el animal, ni de que el gato saltara al escaparate en cuanto el sol, aprovechando cualquier descuido de las nubes, asomaba al valle su rostro congestionado y rubicundo. De esto no tenía la culpa nadie, ésa es la verdad. Pero Daniel, el Mochuelo, intuía que los niños tienen ineluctablemente la culpa de todas aquellas cosas de las que no tiene la culpa nadie». (Capítulo XIV, págs. 140-141)
«El día que Roque, el Moñigo, expuso a Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sus proyectos fue un día soleado de vacación, en tanto Pascual, el del molino, y Antonio, el Buche, disputaban una partida en el corro de bolos». (Capítulo XV, pág. 151)
De nuevo Delibes utiliza el lenguaje figurado, empleando un símil meteorológico:
«Entonces el Peón comenzó a decirle sin cesar cosas bonitas de sus ojos y de su boca y de su pelo, sin darle tiempo a respirar, y a la legua se advertía que el corazón virgen de la Sara, huérfano aún de requiebros, se derretía como el hielo bajo el sol». (Capítulo XV, pág. 159)
Para agricultores y ganaderos, la lluvia siempre es una preocupación:
«De otra forma se exponía a que los hombres pensaran en la hierba, la lluvia, el maíz o las vacas, mientras él hablaba, y esto ya sería un mal irremediable». (Capítulo XVI, pág. 164)
El relente es la «humedad que en noches serenas se nota en la atmósfera», muy notable en los valles.
«Unos querían pegarla, otros desnudarla y dejarla al relente, amarrada a un árbol, toda la noche». (Capítulo XVI, pág. 171)
En el relato no aparecen fechas concretas, salvo en el siguiente episodio, que transcurre el «día de la Virgen», un día caluroso que podría ser la Virgen del Carmen (16 de julio) o la Asunción de la Virgen María (15 de agosto), puesto que ambas fechas determinan el inicio y final de la canícula. Sin embargo, al comienzo del mes de septiembre suele haber días espléndidos incluso calurosos, por lo que podría tratarse de la Virgen del Camino, patrona de Molledo y cuya festividad es el 8 de septiembre.
«Un polvillo dorado, de plenitud vegetal, envolvía el valle, sus dilatadas y vastas formas. Olía al frescor de los prados, aunque se adivinaba en el reposo absoluto del aire un día caluroso». (Capítulo XVII, pág. 179)
Los días espléndidos contribuyen a elevar nuestro estado de ánimo, pero no siempre. El protagonista de la novela, está triste pese al cielo esplendente:
«Comprendió entonces Daniel, el Mochuelo, que sí había motivos suficientes para sentirse atribulado aquel día, aunque el sol brillase en un cielo esplendente y cantasen los pájaros en la maleza, y agujereasen la atmósfera con sus melancólicas campanadas los cencerros de las vacas y la Virgen le hubiera mirado y sonreído». (Capítulo XVII, pág. 184).
Sin embargo, pronto recupera el ánimo:
«Después de todo, el día estaba radiante, el valle era hermoso y el novio de la Mica le había dicho sonriente: «¡Bravo, muchacho!». (Capítulo XVII, pág. 187).
Contemplar el atardecer es un placer para los sentidos:
«La Guindilla mayor acababa de descubrir que había una belleza en el sol escondiéndose tras los montes y en el gemido de una carreta llena de heno, y en el vuelo pausado de los milanos bajo el cielo límpido de agosto, y hasta en el mero y simple hecho de vivir». (Capítulo XVIII, págs. 192-193)
Delibes recurre a términos meteorológicos, como la lluvia o el viento a modo de paráfrasis:
«Empezaba a darse cuenta de que la vida es pródiga en hechos que antes de acontecer parecen inverosímiles y luego, cuando sobrevienen, se percata uno de que no tienen nada de inextricables ni de sorprendentes. Son tan naturales como que el sol asome cada mañana, o como la lluvia, o como la noche, o como el viento». (Capítulo XVIII, págs. 193-194)
Daniel, en bajo estado de ánimo tras la muerte de su amigo, percibe tristeza en el ambiente:
«De repente, el valle se había tornado gris y opaco a los ojos de Daniel, el Mochuelo. Y la luz del día se hizo pálida y macilenta. Y temblaba en el aire una fuerza aún mayor que la de Paco, el herrero». (Capítulo XIX, pág. 200)
«El pueblo asumía a aquella hora una quietud demasiado estática, como si todo él se sintiera recorrido y agarrotado por el tremendo frío de la muerte. Y los árboles estaban como acorchados. Y el quiquiriquí de los gallos resultaba fúnebre, como si cantasen con sordina o no se atreviesen a mancillar el ambiente de duelo y recogimiento que pesaba sobre el valle. Y las montañas disimulaban, bajo un cielo plomizo, sus formas colosales. Y hasta en las vacas que pastaban en los prados se acentuaba el aire cansino y soñoliento que en ellas era habitual». (Capítulo XIX, págs. 204-205)
Durante el entierro, la llovizna, la lluvia y el cielo plomizo añaden dramatismo a la escena:
«Estaba lloviznado y tras don José, revestido de sobrepelliz y estola, caminaban los cuatro hijos mayores del zapatero, el féretro en hombros, con Germán, el Tiñoso, y el tordo dentro». (Capítulo XX, págs. 210-211)
«El cielo estaba pesado y sombrío. Seguía lloviznando. Y el grupo, bajo los paraguas, era una estampa enlutada de estremecedor y angustioso simbolismo. Daniel, el Mochuelo, sintió frío cuando don José, el cura, que era un gran santo, comenzó a rezar responsos sobre el féretro depositado a los pies de la fosa recién cavada». (Capítulo XX, pág. 213)
«Vibraba con unos acentos lúgubres la voz de don José, esta tarde, bajo la lluvia, mientras rezaba los responsos». (Capítulo XX, pág. 213)
«Todos los ojos le miraban. Notó Daniel, el Mochuelo, en sí, las miradas de los demás, con la misma sensación física que percibía las gotas de la lluvia». (Capítulo XX, pág. 215)
«Anochecía y la lluvia se intensificaba. Se oía el arrastrar de los zuecos de la gente que regresaba al pueblo». (Capítulo XX, pág. 216)

El otoño es una de las estaciones con mayor encanto en los valles cántabros:
«Y sentía que su marcha hubiera de hacerse ahora, precisamente ahora que el valle se endulzaba con la suave melancolía del otoño y que a Cuco, el factor, acababan de uniformarle con una espléndida gorra roja». (Capítulo XXI, pág. 218)

En esta obra maestra, Miguel Delibes describe el clima de los valles cántabros, muy diferente al clima castellano, y aflora su interés sobre el mundo rural. Ambos aspectos, el clima castellano y el mundo rural adquieren mayor protagonismo en sus diarios de caza y pesca y sobre todo en las Ratas, obra con la consiguió el premio de la crítica de narrativa castellana en 1963. Su última obra, El hereje, también contiene numerosas referencias al tiempo y el clima, en este caso de su ciudad, Valladolid:
https://aemetblog.es/2024/01/06/la-meteorologia-en-el-hereje-de-delibes-i/
https://aemetblog.es/2024/01/07/la-meteorologia-en-el-hereje-de-delibes-ii/
Agradecimientos:
A Mar Luengo, Jefa de la unidad de Climatología de la Delegación Territorial de AEMET en Castilla y León.
Nota Final: Puedes lees la primera parte de este artículo en este enlace

